Testigo de la Belleza, solo exhibition essay (2016): Lilliana Ramos Collazo

 

 

"We cry because [pictures] are beautiful… Some can be so beautiful that they ambush unsuspecting viewers, provoking floods of emotion. At one point, I even thought of calling this book Pictures Too Beautiful to See."
-James Elkins, Pictures and Tears.
"Porque lo bello no es más que el primer punto de lo terrible… Todo angel es horrendo."
-Rainer Maria Rilke, Primera Elegía de Duino
"Why is pleasure a scandal?" -Wendy Steiner, The Scandal of Pleasure
Lo digo de entrada: lloré como una tonta cuando vi, en sus detalles, la pieza "Apito y cenizas con carta a Alberto" (2001). Ya sabía que, aquí, el artista llevaba los dedos de su mano izquierda embarrados de las cenizas del cuerpo cremado de su abuela (y digo "embarrados" porque se trata del polvo bíblico al que regresaremos, del cuerpo originario hecho de barro), dedos que señalan y tocan el corazón, el corazón de un cuerpo que, al decir de Nicholas Mirzoeff, ha dejado de ser sí mismo al devenir arte, signo: se trata de un cuerpo que no puede sustraerse de la infinitud de sentidos metafóricos que el artista no puede controlar, sino apenas limitar mediante la negociación constante de los contextos, enmarcándolo, estilizándolo. En "Apito…" hay dos obras de arte: la ornamentación simbólica y material del cuerpo del artista, y la obra que incluye, en su centro, ese cuerpo, y lo representa. Como si el cuerpo fuera nuestro "handicap", aquello que no podemos evitar ni aceptar enteramente, aquello sin lo cual no podemos, según Martin Heidegger, "estar ahí".
En "Apito…", Betancourt nos advierte lo que vale (probablemente) siempre para el autorretrato: no estamos ante una semejanza superficial del aspecto del cuerpo, sino ante la marca del estilo del artista, de aquello que delata la suma de las herramientas de su oficio, las tradiciones que abraza o de las cuales se distancia, y la forma en que compone o ejecuta su obra. Casi puede decirse que un artista jamás puede escapar de hacer su autorretrato -una y otra vez y machaconamente y sin descanso. De ahí que, en general, podamos reconocer a un artista por su estilo. Como hace siglos dijo el Conde de Buffon, "El estilo es el hombre". Betancourt vive esta premisa y, de ahí, la constante presencia de su cuerpo en su obra: sea su cuerpo mismo, sean sus objetos amados, sean sus sagradas cenizas familiares, sean sus deseos, las tradiciones que conforman su subjetividad humana y artística, sean las realidades que abraza o contra las cuales lucha. Carlos Betancourt ha optado por estar, siempre y contundentemente, de cuerpo entero en su obra. Es un riesgo estar tan abierto a nuestra mirada, pero es el don que el artista nos brinda cuando nos interpela y nos invita a develarnos frente a él. Entonces, ante "Apito…", una no puede más que llorar, como se llora ante la belleza insoportable de una imagen o de una idea hecha imagen.

Por eso propongo que "Apito…" es emblema de la obra entera de Carlos Betancourt. En este autorretrato, el artista convoca pasado y presente, materialidad y símbolo, tierra y carne, pigmento y tierra, costra y alma, o la costra como alma. La pieza "El portal III (2011)", por ejemplo, nos presenta, mediante un autorretrato, al artista en el centro de una sala cotidiana, que está a su vez, enmarcada en una ventana, un vano donde se enmarca, afuera, lo que parece un tori japonés o un torana indú, es decir, un portal que marca la entrada a un recinto sagrado; el primer plano está encuadrado en maderos, un coco que retoña y parte de un bosque, lo cual sugiere -como ocurre con el bosque de leyenda, como el famoso "bosque de símbolos" de Charles Baudelaire- la entrada al misterio… Una mano, a la derecha, nos invita a mirar y, sobre ella, un cuerpo que salta como quien va a zambullirse en esa sala… y allí, el artista sentado, con su mano derecha en la cabeza, quizás señal de recogimiento espiritual, o de asombro, o reacción ante el exceso de símbolos, o, simplemente, declarando su conexión con el trabajo febril de su
imaginación: conectado al trabajo arduo de ir de la imaginación a la materia. Importa aquí que, al invitarnos a entrar en la obra, el artista declara los detalles de su arte en una densa alegoría del proceso sagrado y a la vez cotidiano, de su proceso mediante el cual Betancourt deviene un constante testigo de la belleza. Algo parecido nos presenta el artista en su "Portal I (2011)".

El trabajo con el cuerpo como símbolo y materia se manifiesta en obras diversas, como en "Historias pasadas en Hobe Sound q" (2008), en la cual de la boca del modelo surge una espléndida bromelia. Sobre un fondo negro, la imagen deviene ícono aislado que oscila entre la imagen de un comedor de fuego de feria y el momento cumbre de una hibridación entre flora y humanidad que nos recuerda el efecto de la música en los Blue Meanies en el film de los Beatles Yellow Submarine. El replanteamiento del cuerpo como planta en tierra y su metamorfosis en flor propone, en obras como "Vejigante en el Río Blanco (2004)" y en "La tarde de domingo en el Yunque (2008)" no sólo la unidad de los reinos animal y vegetal, sino un proceso evolutivo que separó esos reinos y nos privo de nuestra contraparte: la flor. No debe extrañarnos que la flor, amputada de la tierra, sea explorada con ahínco en la obra de Betancourt: representadas con frecuencia en "explosiones" y mezcladas con objetos y figuras de todo tipo: la flor deviene aquello que escapa desde el centro y formando un círculo, un mandala, un copo de nieve helada, objetos entre objetos, símbolos entre símbolos en fuga, parte de un Big Bang que nos ha privado a todos de ser Todo, como en "Re-Collections VIII (rojo con azul) (2009)” y en “Re-collections XVII (2011)”.

Importante en las obras de Betancourt es, precisamente el acto de recolectar y de recordar, pues ambas cosas propone la palabra en inglés “recollections”. El juego de palabras, presente en el título de la ya mencionada y hermosa pieza titulada “Re-Collections VIII (rojo con azul) (2009)” y que figura en la colección permanente del Museo de Arte de Ponce, abunda en  bras que pormenorizan el acto de recoger, de coleccionar, de atesorar memorias en su materialidad. El artista se ostenta como amalgama, que produce obras amalgamadas que resultan ser extrañamente literales: no deja de ser una ironía reveladora el que parte de su literalidad sea la ostentación constante de una simbología “multinacional” y “panhistórica”, pues en esa simbología que se presenta como “simbología”, Betancourt recoge su historia personal, su contacto con otras culturas, su proceso vertiginoso de “estar ahí” donde quiera, recogiendo siempre el detritus de la vida de los otros, y engastándose en esa vida plural que recoge en muchas de sus obras que proponen una suerte de “etnografía” humana, retratos diversos de la humanidad en su diversidad, obras en las que suele aparecer él mismo dentro de la ordenada multitud de diferencias, o donde aparecen sus posesiones en diversas composiciones.


Dos instalaciones importantes en esta exhibición me interesa comentar: “En la arena sabrosa” (2014) e “Intervenciones con los objetos de Aracoel” (2002-2015). Interesan por ciertas similitudes en el tratamiento de los materiales y en el manejo de la forma. “En la arena sabrosa” una serie de “estatuillas” hechas de arena y pegamento moldeados dentro de un vaso plástico para servir refrescos aparece colocada en el suelo en una geometría perfecta. En el suelo, por ser arena de playa; cuidadosamente geometrizada por ser espacio capturado para la cultura. Quizás una reminiscencia de obras playeras del aún llorado Félix González Torres (en cuyo homenaje y recordación Betancourt ha creado varias obras), en una de las cuales alude al carácter hedonista y frívolo del disfrute de lo que es, en realidad, un paisaje formidable, densamente simbólico, Betancourt recoge la “estilización” cultural de las playas caribeñas, reducidas a un turismo desaguado, desentendido de la belleza. Esta playa “envasada” como un refresco ha perdido la arbitrariedad de sus formas, la libertad de su extensión infinita, su carácter amorfo e impredecible que fácilmente se moldea con los cuerpos que yacen en ella. Quizás ahora la cama embotada de fakires aburridos, quizás el pavimento que ya no cede ante nuestros pies en gozo y en juego.

Por otra parte, la “Intervención con los objetos de Aracoel” nos presenta la acumulación de objetos que una vez pertenecieron a la abuela del artista, aún llorada por él, y conservada en este monumento a su memoria fraguado con sus pertenencias cotidianas que dan contorno al retrato material de un cuerpo hoy en fuga. Las piezas, envueltas en pigmento y purpurina, llevan el color del luto adornado de brillo, si bien en general púrpura, y se extienden en el suelo sobre una base trapezoidal que comienza en los platos y culmina en el sillón, como si recorrieran el imaginario que el artista ha creado en torno a su abuela —sus memorias más sus placeres y deseos—, que van desde la actividad de ama de casa hasta la vejez en el sillón, y desde la adultez del artista sentado a la mesa con su abuela hasta la memoria remota de ser un infante arrullado por su abuela en el sillón.
La bidireccionalidad temporal de la memoria del artista en esta instalación nos explica, de muchas formas, su obra entera: el ir y venir entre materialidad y arte, entre cuerpo y símbolo, entre origen y estallido. Ese ir y venir del proceso creativo atiende la perplejidad cuando se trata de distinguir entre origen y resultado, entre la idea creativa y el objeto final. Si bien el artista dedica su obra a ese “estar ahí” heideggeriano, el “no estar ahí” doloroso de lo que se ha perdido resulta ser indispensable para redondear el sentido cabal de su trabajo. Si bien el mundo es una amalgama de objetos encontrados en la realidad o en la memoria, está siempre sujeto a un olvido que promete ser absoluto si no hacemos el trabajo de la celebración de la vida y de la celebración del duelo. La vida y la muerte, en estas obras que, insoportablemente bellas, nos regala Carlos Betancourt, nos provocan el placer de pensar en nuestra mortalidad y en nuestra inmortalidad como testigos de la belleza.


[Este comentario atiende, entre otras cosas, obras presentadas en la exhibición titulada Re-collections, curada por Cheryl Hartup para el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico, nov. 2015 a marzo 2016. Una versión más extensa de este artículo se publicó en la revista de arte Vision

Doble: http://www.visiondoble.net/2015/11/15/carlos-betancourt-testigode-la-belleza/]